Nunca me gustó la palabra. “Puta”. Todo el tiempo ngo ehendu callere insultoisha, como si fuera lo peor que podés ser. Pero un día lo grité de mi boca y sonó distinto. No dolía. Sonó… como mío.
La primera vez que cobré por acostarme con alguien no hubo glamour, ni tacones rojos, ni motel chuchi. Fue un cuarto barato, con sábanas ásperas lijaisha nde apére, un colchón hundido y olor a cigarro rancio que no se quitaba ni con desodorante de ambiente. El tipo no olía a nada especial, solo a sudor, cerveza y desesperación. Mis manos temblaban, no de miedo, sino porque sabía que cruzaba un límite invisible, uno que nadie te enseña a pasar y que cuando lo cruzás, ya no hay vuelta atrás.
No era la primera vez con un hombre, claro. Pero sí la primera vez que mi cuerpo tenía precio. Y al mismo tiempo, valor. Con esa plata pagué el alquiler, compré comida, y hasta me di un gusto: un labial rojo. Lo guardo todavía, gastado, como recordatorio de algo que cambió mi vida: el momento en que dejé de temerle a la palabra “puta”.
Me llamé puta en silencio, frente al espejo del baño, con el labial pintado torcido, mientras el agua caliente del grifo goteaba y hacía ruido como si la casa entera escuchara. Y sentí algo raro: dolor, orgullo y miedo, todo mezclado. Porque puta no es solo una palabra; es lo que sos cuando abrís las piernas y cerrás los ojos al mismo tiempo, cuando el miedo y la necesidad se mezclan y tenés que seguir firme.
Esa noche aprendí muchas cosas que nadie me había dicho antes. Aprendí que ser puta no es solo sexo. Es negocio, supervivencia, teatro y a veces confesión. Cada cliente es un espejo, una historia distinta. Algunos vienen por placer, otros a llorar, otros a sentirse vivos aunque sean unos muertos por dentro. Algunos pagan y te miran como si fueras un juguete, otros te abrazan y lloran como si fueras hermana o madre.
Yo aprendí rápido que la calle enseña duro: si no ponés límites, te comen. Ese primer cliente fue tranquilo, pero suficiente para que me diera miedo. Me miraba como si yo fuera un objeto, y yo pensé: puta, no sos un juguete, sos mi laburo, entendé. Aprendí que el dinero manda y que vos tenés que mandar tu cuerpo. Esa mezcla de control y necesidad es lo que define a una buena puta.
Ese primer cliente me contó cosas raras mientras yo hacía lo mío: que la mujer lo había dejado, que sus hijos ya no le respondían, que se sentía solo en la ciudad. Yo asentía nomás, mientras hacía como que me excitaba, porque aprendí a separar la cabeza del cuerpo. Tenés que hacerlo o te quema por dentro. Y yo no quería quemarme, al menos no ese día.
Me decía cosas dulces y yo le respondía con palabras en guaraní para sacarlo de quicio un poco, para jugar con su cerebro:
—Eju, che mborayhu —le susurré, apenas apoyando la mano en su pecho.
(“Vení, mi amor”).
Él jadeaba, se reía, se sorprendía. Para mí era parte del juego: no solo vender cuerpo, sino vender fantasía, vender un rato donde él se sintiera vivo y yo me sintiera dueña de mi destino.
Y ahí entendí algo más: el sexo no es siempre placer, no para mí. Es arma y defensa, a veces abrazo cuando alguien no tiene a quién abrazar, a veces rutina que se repite hasta que el cuerpo y la mente se acostumbran. La plata es la que manda, y yo aprendí a respetarla más que a nadie. Aprendí a medir cada gesto, cada gemido, cada mirada. A veces tenés que ser actriz y psicóloga al mismo tiempo.
Me llamé puta otra vez cuando me senté en la cama después de que se fue, con la respiración entrecortada y la espalda pegajosa de sudor. Miré el labial rojo en mi bolso, las manos temblando un poco, y dije: sí, puta, eso sos. Pero sos tuya, nadie más manda acá. Y me reí sola, por primera vez con orgullo, aunque la risa salió medio ronca, medio triste.
Porque ser puta duele, sí. Te mirás al espejo y ves marcas, ropa rota, piel cansada. Pero también te hace fuerte. Te enseña a negociar, a calcular, a sobrevivir. Te enseña que algunas personas pagan por fantasía, otras por compañía, otras por olvidar que son miserables, y vos tenés que aguantarlo todo, con sonrisa falsa o con insulto exacto, según convenga.
Esa noche dormí poco. Entre el ruido del grifo, el labial rojo en mis labios, y los recuerdos de su cara, pensé en lo que había pasado: nunca más iba a temerle a la palabra “puta”. Porque sí, duele. Porque sí, te rompe el corazón ver la desesperación en los ojos de un cliente. Pero también te levanta el orgullo: sobreviviste, cobraste, estás viva.
Me susurré frente al espejo antes de apagar la luz:
—Che, puta, sos vos. Y esto recién empieza.
Y algo en mí sonrió. Porque, por primera vez, no me sentí sucia ni derrotada. Me sentí dueña de mi destino. Y si el precio era abrir las piernas, cobrar y aprender a reír mientras lo hacía, bueno… que así sea.
Porque puta no es solo cuerpo. Puta es resistencia, astucia, juego y coraje. Es aprender a decir “no” mientras decís “sí”. Es usar la calle, la habitación, la cama y la plata a tu favor. Y, sobre todo, es saber que aunque el mundo te juzgue, vos te llamás puta y seguís en pie, con orgullo y con labial rojo.